Cuando mis pensamientos cruzaron las palabras

El último día de clases mi cuarto se transformaba: una luz azul debajo de mi cama la hacía un objeto volador no identificado. Al subir el cobertor se veía una caja arrinconada, de aquellas descartadas por el supermercado, pero que realmente era un cofre que a manera de candado tenía cinta para sellar cada ranura y no dejar entrar ningún arácnido. Era la única forma de resguardar mis historietas, adquiridas a trueque en una tienda de mercado. Al abrir la caja se veía una colección de Archi y sus amigos, La Pequeña Lulú, Periquita, Rico McPato, Superman, Batman, el Fantasma, Los Cuatro Fantásticos, Mandrake, el Llanero Solitario, Los Vengadores, el Capitán América y Fantomas.

Mi escritorio era una tabla angosta, sostenida por dos burros. La superficie era dispareja, verde, rajada y con ilustraciones e inscripciones en mandarín. Durante la época de colegio, los guerreros y los pobladores solían caminar sobre mis cuadernos. Las batallas eran épicas. Dos poderosas caballerías avanzaban, esperando lanzar su ataque; mientras la infantería, en pleno combate, intentaba diezmar las filas enemigas. Hacia las llanuras, alejados de la guerra, los sembradíos de arroz y el poblado, galopaban los Przewalskii, agitando las hojas de papel y más de algún trazo de mi lápiz. Para octubre, cesaba toda actividad en el territorio chino, porque era el momento de la llegada del ferrocarril. Los rieles los colocaba para formar una vía férrea ovalada, la cual tenía un aparato de vía, que le permitía un cruce para hacer más corto el recorrido. La máquina, de color negro y dorado, halaba los vagones de carbón, pasajeros y carga. Previo a su instalación, elaboraba montañas, puentes, arbustos y señales con papel periódico mojado, cartón y latón. Finalmente, las barras metálicas permitían que mi tren se desplazara de nuevo por el Viejo Oeste. Por el camino podían verse potros salvajes, siux, pioneros y más de algún perro, jugándose la vida cerca de la vía.

En la repisa, diez libros rojos, con los cuales me hice conocedora de dinosaurios, perros, gatos, caballos, culebras, actos de magia y más. Esfumaba el salero, imaginaba descubrir un Eohippus –¡vivo!, me cautivó el simbolismo del gato en el Antiguo Egipto, conocí el nombre de caballos famosos –Bucéfalo, mi favorito–, las serpientes más temidas y tome el nombre de “Morita” para mi perra salchicha. Surgió mi pasión por los animales, realicé mis primeras ilustraciones, me apasioné con el beisbol –aunque no comprendía porque debía jugar softbol–, experimenté con electricidad y, en este punto, he de admitir los cortos circuitos en casa. Y, empecé a escribir.